martes, 28 de febrero de 2017

SULTÁN

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Antes de comenzar este relato, necesito aclarar mi posición al respecto frente a mi público lector.  Tú,  mi amigo lector, tienes el total y absoluto derecho de divertirte con este relato. Puedes juzgarlo como la dulce fantasía de una mente infantil o puedes catalogarlo como un simple cuento de camino. No tienes que creer  lo que a continuación te voy a relatar  porque, a decir verdad, nunca nadie lo ha creído.  Es por eso que este suceso ha estado guardado en el más recóndito lugar del seno de nuestra familia primaria. Mis hermanos y hermanas, mi madre y yo sabemos a conciencia lo que experimentamos durante algunos años  con este integrante de nuestra familia pero, como es un suceso tan inusual, te cedo el privilegio de no creerlo. Si por el contrario, apartándote por un momento de ese embudo visual que todos tenemos, te atreves a descubrir en este relato una pizca de veracidad,  entonces me sentiría más que honrada en confesarte que este relato es totalmente real y lo escribo tal y como lo recuerda la niña de seis años que todavía vive y se deleita en mí.   

 

 

 

 

E

scondido allá en el mundo de la fantasía, donde todo sin excepción es posible, se encuentra un diminuto agujero secreto por donde se escapan con bastante frecuencia detalles increíbles que traspasan inevitablemente el mundo real. Uno de esos detalles increíbles y tremendamente cuestionables fue a parar sin saber cómo al seno de nuestro hogar primario. Mi papá lo encontró deambulando por la calle, siendo aún un cachorro. Había algo en este animal que le hacía presentir a mi padre que era muy especial. Al llevarlo a casa necesitábamos llamarlo de alguna manera y como mi papá le presentía rasgos de nobleza real, lo llamó Sultán.

Pero Sultán era un perro desprovisto por completo de pedigrí. Era un sato de los más satos y comunes. Creció bastante y su pelaje marrón siempre estaba lleno de peteques y cadillos por su costumbre de internarse en el monte para corretear las gallinas. Si mal no recuerdo, también debió tener pulgas y garrapatas adquiridas tal vez como herencia de Verano, el caballo de mi papá. 

Retirados como estábamos de la civilización, sin ningún adelanto tecnológico, o sea, sin televisión, automóvil y muchísimo menos teléfono, con una mente limpia, pura y totalmente casta, nos criamos creyendo que todo era posible. Así que, cuando escuchamos a Sultán emitiendo sonidos completamente inteligibles, nos sorprendimos un poco, pero después de un tiempo y con la consabida costumbre llegamos a creer que era normal que nuestro perro tuviera la habilidad de hablar. Ya no nos sorprendía cuando lo escuchábamos aseverar "Va a llover duro"  y corría a refugiarse debajo de la casa. Siempre tenía razón porque momentos después se reventaba un espectacular aguacero que nos mantenía en casa hasta el otro día.

Mi papá era el más que se deleitaba al escuchar sus palabras totalmente entendibles. Él comenzaba a reírse a la vez que se ponía el dedo índice en los labios para indicarle a mi mamá que no hiciera ruido: "Shhh... escucha, escucha, Sultán está hablando". Mi mamá se persignaba mientras exclamaba: "Jesús, María y José, que el Señor reprenda". Después de algún tiempo ella también se acostumbró a la inusual situación.

Sultán se desaparecía por momentos y se iba jalda arriba a casa de mi abuelo que vivía en el tope de la montaña. Nosotros vivíamos en la parte trasera de la falda de la montaña. Bastante retirado en una hondonada se encontraba la casa de nuestro vecino Valencia, lugar al que todos le llamaban por buen nombre "el hoyo de Valencia". En casa de abuelo, al igual que en casa de Valencia, siempre había una pandilla de perros que al parecer no les simpatizaba mucho la presencia de Sultán. Tal vez porque Sultán era menos salvaje y más inteligente, pero Sultán siempre insistía en darse su paseíto por aquellos lares infectados de enemigos gratuitos. Su razón de arriesgarse era muy válida, se había enamorado de una perrita sata que había entrado en celo. Sultán, lleno de juventud y energía, creía que podía medir su fuerza con el líder de la pandilla, quien también, como el resto de la jauría, se estaba disputando la perrita sata. Ella sólo se dejaba galantear y pensaba para sus adentros: "Con el que gane me quedo".

Un día, al subir la montaña, Sultán vislumbró desde lejos el motivo de sus desvelos. Mientras más se acercaba, más podía percibir el olor que ella despedía y perfectamente podía sentirse subyugado por el llamado poderoso que la naturaleza le imponía. Embobado se acercó a la perrita sata dando largos pasos. Cuando estaba a punto de alcanzarla, de un salto se le plantó en el medio el líder de la pandilla, mirándolo fijamente con las patas abiertas, firmes sobre el suelo. Emitiendo un fuerte gruñido, mostrándole los colmillos y babeándose de rabia, lo invitaba a pelearse por la presa. Sultán lanzó un gruñido salvaje, expandió su pecho y se abalanzó sobre su rival a matar o a morir. Ambos perros se revolcaban en la tierra seca levantando una polvareda. Momentos después Sultán dejaba a su rival vencido en el batey salpicado de la sangre de ambos. A pesar de estar herido, insistía en conquistar a su perrita sata. Al tratar nuevamente de acercarse a ella, se le abalanzó encima el resto de la jauría. Ya para ese momento y mal herido optó por salir corriendo hacia su territorio jalda abajo.

Al llegar al batey de nuestra casa, Sultán estaba muy enojado. Se le podía percibir una tremenda frustración y si hubiese sido humano podría asegurar que traía un nudo en la garganta. Con la voz destemplada, temblorosa, sentenciaba a sus enemigos con malas palabras; en su idioma perruno y en su dialecto humano, gritaba a todo pulmón: "No se apuren, yo los agarro mañana".

 

 

 

 

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