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egresar
a la patria es como volver a nacer. Cuando vuelves, la persona en la que te has
convertido se queda de vacaciones y te regresa la esencia de antaño:
Cada
vez que voy a la isla experimento una nostalgia tal por el lugar donde pasé mis
primeros años de vida que, en una manera u otra, intento visitarlo. Pero
tenemos un pequeño problema y es que ahora el lugar es propiedad privada y lo
que era el camino principal que nos llevaba a casa está cerrado por un portón
de tubos de metal.
Hace
dos años atrás le hice saber a mi familia que no me iría de Puerto Rico sin
visitar mi amado campo. Nos reunimos un grupo de familiares y partimos rumbo al
hogar que habíamos dejado rezagado durante cuarenta y ocho años. Recuerdo el
día en que lo abandoné, tan claro como si fuera hoy. Algunos meses después de
la muerte de mi papá, mi mamá optó por salir del campo y decidió mudarse al
pueblo; en el pueblo había más oportunidades de trabajo para sacar a sus cinco
hijos adelante. Ella no quería dejarnos solos en el campo mientras trabajaba.
Vivir en el pueblo le facilitaba todo.
Recuerdo
que el día antes de la mudanza fui a un costado de nuestra casita de
madera-siempre pintada de azul-y comencé a hacer un hueco en la tierra. Mi
hermano Mario me miraba y se reía. Con curiosidad me preguntó: "Idalia,
¿qué haces?" "Voy a sembrar esta habichuelita para que crezca
mientras yo no esté aquí. Cuando vuelva la plantita va a estar grande y vamos a
tener habichuelitas para comer". Sembré la planta queriendo dejar algo de
mí en aquel lugar que amaba tanto. Era como plantarme y aferrarme a esa tierra
que vio mis primeros pasos, que supo todos mis dulces sueños infantiles y que
abrió mi imaginación para el resto de mi vida.
Al
día siguiente llegó el camión de la mudanza. Era pequeño, con barandales de
madera en la parte posterior. Pusieron ahí las pocas pertenencias que teníamos
y aún nos sobró espacio para subirnos atrás Mario, Delfina y yo. Luciano y
Carmín iban al frente con mami porque eran más pequeños. Esa fue la última vez
que vi mi casita de campo y ese día... perdí la libertad.
Todos
los grandes cambios en la vida requieren de un sacrificio, un precio que pagar.
Esta vez nos tocó sacrificar a nuestro perro Sultán. Lo dejamos solo en el
campo porque no se nos permitía llevarlo a nuestro nuevo hogar. Mario, siendo
el mayor, de vez en cuando regresaba a la casa y le llevaba de comer, pero el
resto del tiempo Sultán se las ingeniaba robándole comida a los vecinos. Cierto
día, cuando Mario fue a llevarle comida, lo encontró muerto. Un vecino enojado
lo había envenenado. Así se cerró la historia de nuestro ‘parlanchín’ amigo de
juegos y aventuras.
Dicen
que el tiempo cura las heridas, pero siempre quedan las cicatrices que nos
recuerdan el proceso. Ahora, escribiendo este relato, me doy cuenta de cuántos
años pasaron sin que yo pudiera pisar el camino de barro que conduce al lugar
donde nací . Con el paso de los años yo había olvidado cómo llegar a este lugar
especial, así que Carmín habló con una persona que se crió en nuestro campo, el
Sr. Pedro J. Amadeo Quiñones, entrenador de atletismo de mi sobrino Pedrito.
Muy gentilmente, con el espíritu servicial que le caracteriza, él nos llevó
justo al frente del portón que da acceso al camino de barro. Éramos unas
cuantas personas: mi mamá, mis hermanas, mi esposo, mi sobrina, mi cuñado,
Amadeo y yo. Mi mamá se quedó a orillas del camino con mi cuñado. Los demás
saltamos el portón y entramos a la propiedad.
Era
mi sueño de muchos años llegar hasta donde estaba ubicada mi casa y comencé a
subir por el camino naranja, que mágica y literalmente me
hacía producir sudor del mismo color del barro por donde caminaba. En cada
paso iba dejando atrás a la mujer madura y en su lugar afloraba la niña que
nunca se había ido. Me detuve en el tope para mirar la montaña donde estaba la
casa donde vivía abuelo Epifanio con abuela Julia. Luego comencé a bajar y de
lejos pude vislumbrar el lugar donde estaba la casita de tío Patricio y Marta.
Ese lugar en específico se caracterizaba por dos grandes cepas de bambúes.
Efectivamente allí, donde mismo las había dejado, estaban los bambúes. Pero ya
no eran dos cepas. Con los años habían contraído matrimonio y ahora eran una
sola cepa. Admirada me detuve frente a ellos. No había movimiento. Era como si
estuvieran pintados en la naturaleza. Me acerqué para tocarlos y alzando mis
brazos les dije: "Hola, estoy aquí, ¿no me van a saludar?" Fue un
momento mágico, pues inmediatamente comenzaron a moverse de un lado a otro para
saludarme hablándole a mi corazón con su "cla, cla ,cla, cla, cla,
cla...".
Desde
ese punto podía ver el terraplén donde estaba ubicada la casa de mi tía y
también podía ver el lugar donde estaba mi casa. Si yo hubiese tenido una
varita mágica hubiera podido apuntarla hacia el terraplén y las casitas
hubieran caído perfectamente en el lugar donde estaban originalmente. El
terreno estaba llano, sin malezas, esperando llenarse de vida. Mi esposo se
adelantó y bajó hasta el lugar donde estuvo mi casita; caminó un poco más y
llegó hasta la quebrada. El agua limpia, cristalina y fría lo invitó a saciar
su sed. Yo observaba mientras caminaba, ansiosa por tocar con mis pies mi
pedacito de tierra añorada. Había algo que se me quedó en ese lugar y estaba a
punto de recogerlo. Repentinamente mi hermana Delfina nos gritó: "Hey,
tenemos que subir". "¿Qué pasa?", le pregunté. "No, no
puedo decirte, corre... sube". Yo miraba para atrás viendo que estaba sólo
a segundos de llegar a la realización de mi sueño, pararme sobre la base donde
de niña había vivido las experiencias que me formaron como ser espiritual,
donde mi espíritu reconoció a pura conciencia que había regresado a la
existencia. "¡Corre!", me gritó de nuevo; y yo estúpidamente corrí
alejándome del éxito. ¡Cuántas veces he visto de lejos la tierra prometida
donde fluye leche y miel! ¡Cuánto he caminado en la vida y cuando estoy a punto
de llegar, simplemente corro hacia el punto de partida! "No más", me
dije; "la próxima vez correré hacia mis miedos".
Al
salir me enteré de que en el lugar habían unos toros ‘cebúes’ muy peligrosos.
Cuando mi esposo y Sheila, mi sobrina, subieron la montaña, él venía con una
pana en la mano que había recogido desde el suelo de un árbol que había
sembrado mi papá. Al otro día pudimos degustar de este regalo que venía
directamente del trabajo y el sudor de un hombre que había muerto cuarenta y
ocho años atrás. Después de todo alcancé a saborear mi pedacito de tierra, aunque
me quedé con el dolor de no haber llegado a mi meta.
El
año pasado regresé a Puerto Rico, como casi todos los años. Esta vez, un día
antes de salir para Estados Unidos, pasé por el lugar con mi hermano Mario y
Jorge mi esposo. Estacionamos el auto frente al portón y de lejos pudimos ver
el ganado que habita el lugar ahora. ¡Imposible acceder al camino! Al otro
extremo, muy cerca de mí, cuatro perros trataban de ahuyentar a un quinto
perro. Ellos le ladraban, le hacían frente, le tiraban a morder, hubo un
momento en que todos se enfrascaron en una pelea revolcándose entre la maleza.
Era una lucha desigual, cuatro perros contra uno. La unión de los muchos
venció. El perro vencido se alejó de ellos, yo lo miré apenada, él también me
miró y en su mirada indignada y llorosa pude reconocer...
¡Los ojos de mi Sultán!
ResponderBorrarJulia Ramos Santiago
Julia Ramos Santiago Senti una gran emoción al leer el cuento porq tu historia y la mi son tan parecidas con la diferencia q yo peridi mi madre.
Gracias Julia. Todos estos relatos nacen del alma, son experiencias de otras personas y mias. Éstas del campo son mis recuerdos hermosos. Que triste que hayas perdido a tu mami, esa es una de las heridas que nunca sanan. Muchas bendicionesss!!!
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