miércoles, 1 de marzo de 2017

SE REPITE LA HISTORIA

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egresar a la patria es como volver a nacer. Cuando vuelves, la persona en la que te has convertido se queda de vacaciones y te regresa la esencia de antaño:

Cada vez que voy a la isla experimento una nostalgia tal por el lugar donde pasé mis primeros años de vida que, en una manera u otra, intento visitarlo. Pero tenemos un pequeño problema y es que ahora el lugar es propiedad privada y lo que era el camino principal que nos llevaba a casa está cerrado por un portón de tubos de metal.

Hace dos años atrás le hice saber a mi familia que no me iría de Puerto Rico sin visitar mi amado campo. Nos reunimos un grupo de familiares y partimos rumbo al hogar que habíamos dejado rezagado durante cuarenta y ocho años. Recuerdo el día en que lo abandoné, tan claro como si fuera hoy. Algunos meses después de la muerte de mi papá, mi mamá optó por salir del campo y decidió mudarse al pueblo; en el pueblo había más oportunidades de trabajo para sacar a sus cinco hijos adelante. Ella no quería dejarnos solos en el campo mientras trabajaba. Vivir en el pueblo le facilitaba todo.

Recuerdo que el día antes de la mudanza fui a un costado de nuestra casita de madera-siempre pintada de azul-y comencé a hacer un hueco en la tierra. Mi hermano Mario me miraba y se reía. Con curiosidad me preguntó: "Idalia, ¿qué haces?" "Voy a sembrar esta habichuelita para que crezca mientras yo no esté aquí. Cuando vuelva la plantita va a estar grande y vamos a tener habichuelitas para comer". Sembré la planta queriendo dejar algo de mí en aquel lugar que amaba tanto. Era como plantarme y aferrarme a esa tierra que vio mis primeros pasos, que supo todos mis dulces sueños infantiles y que abrió mi imaginación para el resto de mi vida.

Al día siguiente llegó el camión de la mudanza. Era pequeño, con barandales de madera en la parte posterior. Pusieron ahí las pocas pertenencias que teníamos y aún nos sobró espacio para subirnos atrás Mario, Delfina y yo. Luciano y Carmín iban al frente con mami porque eran más pequeños. Esa fue la última vez que vi mi casita de campo y ese día... perdí la libertad.

Todos los grandes cambios en la vida requieren de un sacrificio, un precio que pagar. Esta vez nos tocó sacrificar a nuestro perro Sultán. Lo dejamos solo en el campo porque no se nos permitía llevarlo a nuestro nuevo hogar. Mario, siendo el mayor, de vez en cuando regresaba a la casa y le llevaba de comer, pero el resto del tiempo Sultán se las ingeniaba robándole comida a los vecinos. Cierto día, cuando Mario fue a llevarle comida, lo encontró muerto. Un vecino enojado lo había envenenado. Así se cerró la historia de nuestro ‘parlanchín’ amigo de juegos y aventuras.

Dicen que el tiempo cura las heridas, pero siempre quedan las cicatrices que nos recuerdan el proceso. Ahora, escribiendo este relato, me doy cuenta de cuántos años pasaron sin que yo pudiera pisar el camino de barro que conduce al lugar donde nací . Con el paso de los años yo había olvidado cómo llegar a este lugar especial, así que Carmín habló con una persona que se crió en nuestro campo, el Sr. Pedro J. Amadeo Quiñones, entrenador de atletismo de mi sobrino Pedrito. Muy gentilmente, con el espíritu servicial que le caracteriza, él nos llevó justo al frente del portón que da acceso al camino de barro. Éramos unas cuantas personas: mi mamá, mis hermanas, mi esposo, mi sobrina, mi cuñado, Amadeo y yo. Mi mamá se quedó a orillas del camino con mi cuñado. Los demás saltamos el portón y entramos a la propiedad.

Era mi sueño de muchos años llegar hasta donde estaba ubicada mi casa y comencé a subir por el camino naranja, que mágica y literalmente me hacía producir sudor del mismo color del barro por donde caminaba. En cada paso iba dejando atrás a la mujer madura y en su lugar afloraba la niña que nunca se había ido. Me detuve en el tope para mirar la montaña donde estaba la casa donde vivía abuelo Epifanio con abuela Julia. Luego comencé a bajar y de lejos pude vislumbrar el lugar donde estaba la casita de tío Patricio y Marta. Ese lugar en específico se caracterizaba por dos grandes cepas de bambúes. Efectivamente allí, donde mismo las había dejado, estaban los bambúes. Pero ya no eran dos cepas. Con los años habían contraído matrimonio y ahora eran una sola cepa. Admirada me detuve frente a ellos. No había movimiento. Era como si estuvieran pintados en la naturaleza. Me acerqué para tocarlos y alzando mis brazos les dije: "Hola, estoy aquí, ¿no me van a saludar?" Fue un momento mágico, pues inmediatamente comenzaron a moverse de un lado a otro para saludarme hablándole a mi corazón con su "cla, cla ,cla, cla, cla, cla...".

Desde ese punto podía ver el terraplén donde estaba ubicada la casa de mi tía y también podía ver el lugar donde estaba mi casa. Si yo hubiese tenido una varita mágica hubiera podido apuntarla hacia el terraplén y las casitas hubieran caído perfectamente en el lugar donde estaban originalmente. El terreno estaba llano, sin malezas, esperando llenarse de vida. Mi esposo se adelantó y bajó hasta el lugar donde estuvo mi casita; caminó un poco más y llegó hasta la quebrada. El agua limpia, cristalina y fría lo invitó a saciar su sed. Yo observaba mientras caminaba, ansiosa por tocar con mis pies mi pedacito de tierra añorada. Había algo que se me quedó en ese lugar y estaba a punto de recogerlo. Repentinamente mi hermana Delfina nos gritó: "Hey, tenemos que subir". "¿Qué pasa?", le pregunté. "No, no puedo decirte, corre... sube". Yo miraba para atrás viendo que estaba sólo a segundos de llegar a la realización de mi sueño, pararme sobre la base donde de niña había vivido las experiencias que me formaron como ser espiritual, donde mi espíritu reconoció a pura conciencia que había regresado a la existencia. "¡Corre!", me gritó de nuevo; y yo estúpidamente corrí alejándome del éxito. ¡Cuántas veces he visto de lejos la tierra prometida donde fluye leche y miel! ¡Cuánto he caminado en la vida y cuando estoy a punto de llegar, simplemente corro hacia el punto de partida! "No más", me dije; "la próxima vez correré hacia mis miedos".

Al salir me enteré de que en el lugar habían unos toros ‘cebúes’ muy peligrosos. Cuando mi esposo y Sheila, mi sobrina, subieron la montaña, él venía con una pana en la mano que había recogido desde el suelo de un árbol que había sembrado mi papá. Al otro día pudimos degustar de este regalo que venía directamente del trabajo y el sudor de un hombre que había muerto cuarenta y ocho años atrás. Después de todo alcancé a saborear mi pedacito de tierra, aunque me quedé con el dolor de no haber llegado a mi meta.

El año pasado regresé a Puerto Rico, como casi todos los años. Esta vez, un día antes de salir para Estados Unidos, pasé por el lugar con mi hermano Mario y Jorge mi esposo. Estacionamos el auto frente al portón y de lejos pudimos ver el ganado que habita el lugar ahora. ¡Imposible acceder al camino! Al otro extremo, muy cerca de mí, cuatro perros trataban de ahuyentar a un quinto perro. Ellos le ladraban, le hacían frente, le tiraban a morder, hubo un momento en que todos se enfrascaron en una pelea revolcándose entre la maleza. Era una lucha desigual, cuatro perros contra uno. La unión de los muchos venció. El perro vencido se alejó de ellos, yo lo miré apenada, él también me miró y en su mirada indignada y llorosa pude reconocer...

                                     ¡Los ojos de mi Sultán!

 

 

2 comentarios:


  1. Julia Ramos Santiago







    Julia Ramos Santiago Senti una gran emoción al leer el cuento porq tu historia y la mi son tan parecidas con la diferencia q yo peridi mi madre.

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  2. Gracias Julia. Todos estos relatos nacen del alma, son experiencias de otras personas y mias. Éstas del campo son mis recuerdos hermosos. Que triste que hayas perdido a tu mami, esa es una de las heridas que nunca sanan. Muchas bendicionesss!!!

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