martes, 28 de marzo de 2017

AMISTAD SIN LÍMITES





E

s la hora del almuerzo y Leticia se afana por terminar de poner la mesa. "Tengo que apresurarme", le decía a su niña mientras vertía las papas majadas en un plato. "Ya pronto llegan tu papa, tu tío... ah, y abuelito René". En realidad abuelito René no era de la familia. Era sólo un vecino que no tenía familia y al adoptarlo siempre lo llamaban de ese modo. A él sólo le faltaba mudarse con la familia, pues gozaba de su plena y total confianza.  Era muy bonito ver cómo toda la familia compartía junto a él.

Abuelito René era muy divertido y todos sentían una gran admiración por sus historias y sus amenos chistes. Era poco menos que un ser perfecto, aunque a Leticia a veces le parecía que había algo en él que denotaba tristeza e intranquilidad. Ella pensaba que tal vez extrañaba a su familia y por eso a veces lo notaba distraído y taciturno. Ella era como su hija, tanto así que se encargaba de lavarle la ropa, le preparaba comida y él compartía las tareas de la granja con Felipe, el esposo de Leticia.

La niña de la pareja siempre andaba detrás del abuelo. Para él, ella era la luz de sus ojos. Abuelo René era el dueño de Toti, un perrito travieso y juguetón, fiel compañero de la niña. Se pasaban todo el día jugando, se restregaban en la tierra y corrían a campo abierto. Toti mordía a la niña suavemente y la niña a su vez reciprocaba sus mimos. Era una amistad hermosa donde el complemento era el dulce abuelo, siempre amable y de buen humor. "Recuerda que tú eres mi princesita", le decía el abuelo mirándola a los ojos y la niña, en su purísima inocencia, se derretía de amor.

A veces la niña se sentaba en la falda del abuelo con un libro en la mano para que él le leyera un cuento. Más de una vez el abuelo tuvo que llevarla a su cama porque se había dormido en sus brazos. Para los padres de la niña todo era muy normal porque ella no tenía a sus abuelos, así que abuelito René vino a ocupar ese lugar que estaba vacío. La madre estaba feliz pero, a veces un presentimiento extraño le fulminaba el pensamiento y el alma. Ella se decía: "No, todo está bien. No te preocupes, todo está bien". Ella confiaba totalmente en abuelo René y por nada del mundo haría un comentario que dañara la felicidad y armonía de la familia. "Abuelo René, mañana tenemos que ver qué pasó con la verja del lado norte. Parece que las reses se están escapando por algún lado", le dijo Felipe. "No te apures mi'jo, yo mañana salgo tempranito para investigar", contestó el abuelo. Luego se fue a dormir junto a Toti. Esa noche el abuelo se sintió más extraño que nunca. Desde hacía tiempo se iba a dormir sintiendo el recuerdo de la suavidad de la piel de la niña. Un demonio lo torturaba, un horrible demonio de lujuria. Deseaba con toda su alma serle fiel a esa familia que lo había adoptado con tanto amor, pero el deseo carnal lo derrotaba. Ya le había hecho unos avances indebidos a la niña. Inclusive, la había tocado como quien no quiere la cosa. "Qué haces abuelo, le preguntó una vez la niña". "Eso no es nada, mi'ja. Todas las personas que se quieren se tocan así de vez en cuando pero, no se lo digas a papá y mamá porque si les dices me voy a tener que ir y... tú no quieres que abuelito se vaya, ¿verdad?". "No, no quiero que te vayas, pero tampoco me gusta que me toques así". "Está bien pero, no se lo digas a nadie; este será nuestro secreto".

Durante esa noche, el abuelo soñó que la niña había crecido y que él era un hombre aún joven, con la suficiente fuerza y vitalidad como para hacerla suya. Después de todo, él merecía una mujer como ella, máxime que él la había ayudado a criar. Su mente y su cuerpo le habían jugado una encerrona que había estado alimentando durante meses. Él sabía que era una buena persona y lo que sintiera no era tan importante, siempre y cuando no hiciera nada indebido. Tenía la situación bajo control y nunca nadie se enteraría de su secreta obsesión por la niña. Tocarla realmente no era tan malo; después de todo esas son cosas que ella debe aprender y... "por qué no enseñárselas yo", pensaba. Además, no era su culpa. El diablo lo tentaba y qué podía hacer ante tan poderoso enemigo. Mil y una excusas atravesaron por su mente enferma. "Desde cuándo no siento el delicioso cuerpo de una mujer, esto es como para volverse loco. No puedo seguir con esta angustia adentro, tengo que hacer algo". Pensó en satisfacerse a sí mismo, pero dijo: "No, estos deseos son sólo para disfrutarlos con ella". El resto de la noche la pasó fantaseando y pensando lo mucho que desfrutaría si sólo la tocaba una vez más.

El día amaneció hermoso y como había acordado con Felipe, abuelito René se dispuso a salir a revisar la verja del lado norte. La niña se despertó y Leticia le dijo: "Nena, dale un beso a tu abuelito René". Ella se acercó y lo besó como acostumbraba, sólo que esta vez la madre notó una timidez repentina que no era muy usual en ella. Con todo y eso acalló su mente recriminándose a sí misma por los malos pensamientos. "Nena, ¿quieres ir conmigo a ver las reses?"  "Sabes qué abuelito, llévatela contigo porque Felipe y yo tenemos que ir de compras al pueblo. Ella siempre está jugando con Toti y creo que no te va a molestar mucho", le dijo Leticia.

Hombre, niña y perro se perdieron en el monte, mientras la madre y el padre se fueron al pueblo agradecidos por la ayuda que el hombre les prestaba. La niña corría con el perro delante del abuelo y él sentía cómo le verbeneaba la sangre en el cuerpo; sangre envenenada de deseo carnal insano: "Tal vez si la toco un poco no sea nada, así se me quita esta agonía y todo será igual que siempre". Trato de tranquilizarse, aunque sabía y sentía que su cuerpo había entrado inevitablemente en un reclamo de acción: "Mira para allá, tu papá tenía razón; la verja esta rota, hay que repararla", le dijo a la niña: "¿Qué dijiste abuelo?" "Que la verja está rota". "Ah...", dijo la niña mientras jugaba con el perro.

En un momento, huyéndole al perro, la niña se aferró a la pierna del abuelo. Entonces él la apretó contra su cuerpo y de ahí en adelante no la soltó más. Al principio la niña pensó que estaba jugando pero, al ver que comenzaba a lastimarla y a tocarla por todas partes, comenzó a gritar. Gritos y ladridos se esparcían por el monte, sin ser escuchados por nadie: "Abuelito, no... no me lastimes, ahhhh". "Sólo un poco, por favor", le decía el abuelo mientras la penetraba con tanta desesperación y tanta fuerza que la destrozo por dentro, hasta dejarla inconsciente. Toti ladraba y trataba de defenderla, pero todo era inútil. El hombre terminó su acto salvaje y entonces se dio cuenta del terrible delito que había cometido. "¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho!", sollozaba horrorizado al ver a su hermosa princesa muerta a causa de su terrible obsesión.

El hombre cavó un hoyo en la tierra debajo de un árbol y enterró a la niña. Presurosamente se alejó del lugar, llevando en su alma un arrepentimiento infinito. Vio cómo todo en su vida se rompió en pedazos. Nunca jamás volvería a ser feliz. Pensó en el daño terrible que le había causado a Felipe y a Leticia. Pensó en lo maldito que fue al querer arrebatarles la alegría de vivir para siempre a esos padres amorosos y todo por un miserable minuto de placer. Toti comenzó a rasgar la tierra con sus uñas hasta que desenterró a la niña que permanecía inconsciente. Durante tres días estuvo la niña viva y Toti permanecía a su lado, cuidándola de los animales salvajes, tal vez con la esperanza de que despertara para poder acompañarla a casa.

Mientras tanto, la familia, vecinos y policía la buscaban infructuosamente; el abuelo, la niña y Toti seguían desaparecidos. Todo era angustia y desesperación. La policía había llevado dos perros entrenados. Entonces Toti llegó ladrando, se paró frente a los perros y comenzó a dirigirse a ellos de manera tal que todos los que estaban allí se dieron cuenta de que estaba comunicándose y los otros perros lo estaban entendiendo. La policía les soltó la correa a sus perros y Toti los dirigió hacia el lugar donde estaba la niña semi enterrada. Para cuando la encontraron ya había muerto, víctima de una amistad sin límites que enajenó a sus padres, no permitiéndose ni siquiera un mal pensamiento.  Su madre se sentía destruida y a la vez culpable porque, aun presintiendo que algo inusitado rodeaba el pensamiento del abuelo René, no se atrevió a explorar posibilidades y se quedó callada siendo víctima del respeto estúpido, aquel que practican los que por no hacer sentir mal a la otra persona se mantienen al margen, aun presintiendo que algo anda mal.   Esta familia no le creyó a su voz interior y desgraciadamente todos pagaron el precio de la manera más dolorosa. 

Mientras tanto, en un terreno baldío, suspendido de un árbol, se descomponía otro cuerpo que pagó con su vida un estúpido y mísero placer.

"Cuando la voz interior te hable,

escúchala y créele".

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