Antes
de comenzar este relato, necesito aclarar mi posición al respecto frente a mi
público lector. Tú, mi amigo lector, tienes el total y absoluto
derecho de divertirte con este relato. Puedes juzgarlo como la dulce fantasía
de una mente infantil o puedes catalogarlo como un simple cuento de camino. No
tienes que creer lo que a continuación te voy a relatar porque, a
decir verdad, nunca nadie lo ha creído. Es por eso que este suceso ha
estado guardado en el más recóndito lugar del seno de nuestra familia primaria.
Mis hermanos y hermanas, mi madre y yo sabemos a conciencia lo que
experimentamos durante algunos años con este integrante de nuestra
familia pero, como es un suceso tan inusual, te cedo el privilegio de no
creerlo. Si por el contrario, apartándote por un momento de ese embudo visual
que todos tenemos, te atreves a descubrir en este relato una pizca de
veracidad, entonces me sentiría más que honrada en confesarte que este
relato es totalmente real y lo escribo tal y como lo recuerda la niña de seis
años que todavía vive y se deleita en mí.
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scondido
allá en el mundo de la fantasía, donde todo sin excepción es posible, se
encuentra un diminuto agujero secreto por donde se escapan con bastante
frecuencia detalles increíbles que traspasan inevitablemente el mundo real. Uno
de esos detalles increíbles y tremendamente cuestionables fue a parar sin saber
cómo al seno de nuestro hogar primario. Mi papá lo encontró deambulando por la
calle, siendo aún un cachorro. Había algo en este animal que le hacía presentir
a mi padre que era muy especial. Al llevarlo a casa necesitábamos llamarlo de
alguna manera y como mi papá le presentía rasgos de nobleza real, lo llamó
Sultán.
Pero
Sultán era un perro desprovisto por completo de pedigrí. Era un sato de los más
satos y comunes. Creció bastante y su pelaje marrón siempre estaba lleno de
peteques y cadillos por su costumbre de internarse en el monte para corretear
las gallinas. Si mal no recuerdo, también debió tener pulgas y garrapatas
adquiridas tal vez como herencia de Verano, el caballo de mi papá.
Retirados
como estábamos de la civilización, sin ningún adelanto tecnológico, o sea, sin
televisión, automóvil y muchísimo menos teléfono, con una mente limpia, pura y
totalmente casta, nos criamos creyendo que todo era posible. Así que, cuando
escuchamos a Sultán emitiendo sonidos completamente inteligibles, nos
sorprendimos un poco, pero después de un tiempo y con la consabida costumbre
llegamos a creer que era normal que nuestro perro tuviera la habilidad de
hablar. Ya no nos sorprendía cuando lo escuchábamos aseverar "Va a llover
duro" y corría a refugiarse debajo de la casa. Siempre tenía razón
porque momentos después se reventaba un espectacular aguacero que nos
mantenía en casa hasta el otro día.
Mi
papá era el más que se deleitaba al escuchar sus palabras totalmente
entendibles. Él comenzaba a reírse a la vez que se ponía el dedo índice en los
labios para indicarle a mi mamá que no hiciera ruido: "Shhh... escucha,
escucha, Sultán está hablando". Mi mamá se persignaba mientras exclamaba:
"Jesús, María y José, que el Señor reprenda". Después de algún tiempo
ella también se acostumbró a la inusual situación.
Sultán
se desaparecía por momentos y se iba jalda arriba a casa de mi abuelo que vivía
en el tope de la montaña. Nosotros vivíamos en la parte trasera de la falda de
la montaña. Bastante retirado en una hondonada se encontraba la casa de nuestro
vecino Valencia, lugar al que todos le llamaban por buen nombre "el hoyo
de Valencia". En casa de abuelo, al igual que en casa de Valencia, siempre
había una pandilla de perros que al parecer no les simpatizaba mucho la
presencia de Sultán. Tal vez porque Sultán era menos salvaje y más inteligente,
pero Sultán siempre insistía en darse su paseíto por aquellos lares infectados
de enemigos gratuitos. Su razón de arriesgarse era muy válida, se había
enamorado de una perrita sata que había entrado en celo. Sultán, lleno de
juventud y energía, creía que podía medir su fuerza con el líder de la
pandilla, quien también, como el resto de la jauría, se estaba disputando la
perrita sata. Ella sólo se dejaba galantear y pensaba para sus adentros:
"Con el que gane me quedo".
Un
día, al subir la montaña, Sultán vislumbró desde lejos el motivo de sus
desvelos. Mientras más se acercaba, más podía percibir el olor que ella
despedía y perfectamente podía sentirse subyugado por el llamado poderoso que
la naturaleza le imponía. Embobado se acercó a la perrita sata dando largos
pasos. Cuando estaba a punto de alcanzarla, de un salto se le plantó en el
medio el líder de la pandilla, mirándolo fijamente con las patas abiertas,
firmes sobre el suelo. Emitiendo un fuerte gruñido, mostrándole los colmillos y
babeándose de rabia, lo invitaba a pelearse por la presa. Sultán lanzó un gruñido
salvaje, expandió su pecho y se abalanzó sobre su rival a matar o a morir.
Ambos perros se revolcaban en la tierra seca levantando una polvareda. Momentos
después Sultán dejaba a su rival vencido en el batey salpicado de la sangre de
ambos. A pesar de estar herido, insistía en conquistar a su perrita sata. Al
tratar nuevamente de acercarse a ella, se le abalanzó encima el resto de la
jauría. Ya para ese momento y mal herido optó por salir corriendo hacia su
territorio jalda abajo.
Al
llegar al batey de nuestra casa, Sultán estaba muy enojado. Se le podía
percibir una tremenda frustración y si hubiese sido humano podría asegurar que
traía un nudo en la garganta. Con la voz destemplada, temblorosa, sentenciaba a
sus enemigos con malas palabras; en su idioma perruno y en su dialecto humano,
gritaba a todo pulmón: "No se apuren, yo los agarro mañana".